domingo, 24 de marzo de 2024

El hombre desconocido. Stig Dagerman.

Es la tarde anterior a una noche tormentosa. Una tarde de ver fotografías o escribir cartas. Plácidas, apacibles cartas sobre pequeñas cosas a amigos lejanos o parientes remotos. O de ver fotografías. Una caja entera llena para volcarla en la mesa. En el anochecer parece como si hubiera caído nieve sobre el tablero de caoba porque unas cuantas fotografías han caído del revés. Esas fotos las coge la mujer con las yemas de los dedos y les da la vuelta con un movimiento histérico, como cuando se levanta una piedra plana bajo la cual se espera que pequeños animalitos pululen hacia fuera.
Hace calor en la habitación donde esto ocurre y el hombre dobla su periódico y abre una ventana. De pie, en silencio, mira un rato los altos pinos del jardín y los oscuros abetos. Un álamo invisible cruje al otro lado de la calzada. La mujer levanta los ojos de las fotos y contempla largo rato la espalda del hombre. Es delgada y algo encorvada. La camisa está húmeda y se pega a la espalda como una nueva piel. Invariablemente azul se alza una columna de humo de su cabeza. Sí, eso es lo que se ve, aunque no sea así.
Cuando el hombre se sienta a la mesa frente a ella, un coche toca la bocina muy lejos. Un ligero viento sopla las cortinas hacia el interior de la habitación, pero no llega. Las blancas cortinas vuelven a caer en silencio. Parece como si el viento las aspirase. Si se escuchan todos los sonidos que hay, es el duro ruido de las fotografías que se cogen de la mesa, se examinan y vuelven a dejarse, el más nítido. Otros son un débil chasquido en una tubería del sótano y el de un pájaro que está en un rosal junto a la ventana y de vez en cuando lanza un claro y agudo trino aflautado.
El hombre aparta su silla y se acerca a la radio que está en el rincón debajo del reloj. Pero cuando va a darle al botón, detiene la mano a mitad del movimiento. Se vuelve despacio con una larga inclinación y mira a la esposa y se da cuenta entonces de que ella ha estado contemplándole mientras él estaba de espaldas. Eso le afecta desagradablemente, siente como si le vigilasen y no se atreve a darse la vuelta y poner la radio. Pero, en todo caso, no lo habría hecho. En todo caso no lo habría hecho, piensa, no es la radio lo que quiero oír. Pero si ella no dice algo pronto voy a volverme loco.
Pero la esposa no dice nada. Tiene una fotografía en la mano, entrecierra los ojos al mirarla como si representase un sol que la deslumbrase. Él vuelve a estar sentado a la mesa frente a ella y la mira, mira sus manos, mira sus ojos que, grandes y dulces, descansan sobre un suceso muerto. Coge al azar una foto entre las muchas que hay en la mesa, piensa sólo echarle una ojeada, pero le atrapa el motivo, el suceso olvidado que ya no existe y que sólo ha existido un ratito hace mucho tiempo. Él y la esposa están sentados en un columpio en un parque de atracciones. Tiene que ser un parque de atracciones de pueblo porque es un columpio muy simple y hay poca gente alrededor. Él tiene a su esposa cogida por los hombros porque el columpio es tan estrecho que, si no, no cabrían en él. Al cabo de un rato deja la foto en la mesa y cierra los ojos apoyando dos dedos en ellos para tratar de volver a ver este olvidado parque de atracciones. Tantos parques de atracciones no han visitado juntos, pero, con todo, le es imposible. Por mucho que intente que su fantasía y su memoria construyan parques de atracciones en el pasado, parques de atracciones de pueblo, con columpios primitivos, no consigue reconstruir el de verdad.
Cuando se quita los dedos de los ojos después de haber perdido la esperanza definitivamente, la foto ya no está delante de él. La esposa se la ha quitado y la está mirando. Él se inclina sobre la mesa y contempla inquieto su semblante para ver qué impresión le hace la fotografía. Al principio no nota nada, ella conserva el mismo aire frío, levemente irónico, que se tiene cuando se escucha a otros relatar sus sueños. Los ojos son apacibles y serenos y no revelan ni un asomo de reconocimiento. Pero de súbito ocurre lo increíble. Una intensa alteración ha invadido el rostro de la esposa que expresa de inmediato un vivo interés y los ojos sonríen como cuando uno vuelve a encontrar de repente un rostro querido y desaparecido durante mucho tiempo. A él le parece increíble, pero es que algo, algo que él ya no puede recordar haber vivido, despierta en ella dulces o, en todo caso, placenteros recuerdos. Despacio deja la foto, cruza las manos sobre la mesa y le mira o mira, al menos, en su dirección.
¿Te acuerdas? —dice en voz baja como para que no se rompa con un tono demasiado alto el delgado hilo con el que el ahora, este instante junto a una mesa en un chalet de las afueras, está unido a un instante pasado en un columpio de un parque de atracciones.
Unos segundos le quedan todavía al hombre y estira esos pequeños segundos hasta que casi están a punto de romperse mientras busca febrilmente este recuerdo perdido. Abre millones de cajas. Se encuentra en un almacén de recuerdos de parques de atracciones y busca con manos temblorosas en todas esas cajas que están llenas de parques de atracciones: parques de atracciones bajo la lluvia, parques de atracciones grandes y elegantemente dispuestos en las metrópolis; pequeños pequeños en rincones con gitanos que dicen la buenaventura y un policía rural que anda por allí controlando que ruleteros y artistas de los naipes no estafen a la gente. Cierra los ojos y la oscuridad se rompe en un chillón remolino de columpios, máquinas tragaperras, colas para bailar y casetas de tiro. Pero el parque de atracciones de la foto no lo ve por ninguna parte y ya no puede callar más tiempo. Abre los ojos y encuentra la mirada de la esposa desde el otro lado de la mesa. Su mala conciencia hace que encuentre la mirada esperanzada y curiosa.
No —dice por fin cerrando los ojos, desgraciadamente no.
La habitación queda en silencio durante un rato. Sólo la puerta del garaje chirría débilmente, tal vez un gato la cruzó corriendo. Unos muchachos que pasan en bicicleta juran a gritos por no se sabe qué. La esposa tamborilea en la mesa con un dedo índice. Pues eso sólo lo hacen los hombres, piensa él. Si no lo hiciera ella, podía haberlo hecho yo, estar sentado tamborileando en la mesa hasta que se viera obligada a volver a hablar conmigo. Ahora es ella la que me obliga a mí sólo porque se me ha olvidado una trivial visita a un parque de atracciones hace mucho mucho tiempo.
Él trata de quitarle importancia a lo ocurrido, apartarlo con un gesto gallardo de la cabeza como para retirar el pelo de la frente, pero no acierta. Experimenta una vaga, pero enojosamente nítida, sensación de vergüenza. Es como haber fracasado en una prueba o en un examen, y cuanto más se prolonga el silencio más cargado de vergüenza se vuelve. Por fin comprende que tiene que decir algo, puede ser cualquier cosa, para que la derrota no sea demasiado total.
Precisamente leí hoy en el periódico… —dice dudando mientras busca febrilmente algo que contar, algo notable que pueda arrojar también un resplandor de notabilidad sobre quien lo cuenta.
La esposa detiene el tamborileo, pero al no ser capaz el hombre de llenar el silencio, empieza de nuevo.
¡Ah!, ¿sí? —dice sonriendo fríamente.
Por fin él da con algo.
Los americanos han encontrado una nueva forma de ejecutar a los condenados a muerte —dice, y calla un momento para que la continuación tenga el efecto debido.
¡Ah!, ¿sí? —dice la mujer, y deja de tamborilear.
Disparan dos flechas al agua. Al caer se forma un gas. Bastan dos aspiraciones para morir, dicen.
¿Qué clase de flechas? —Quiere saber la esposa.
El hombre piensa un rato, pero en realidad no lo ponía.
No lo sé —dice—, no lo ponía.
Quizá flechas de tómbola. De algún parque de atracciones —dice la esposa mirándole hasta que él vuelve a sentirse confuso y avergonzado.
No sé —dice. No lo ponía.
Y ¿de qué agua se trata, pues? —pregunta la esposa.
¿Qué agua? Qué ridículo, tampoco lo ponía. Sin embargo él debía haber pensado que la persona a quien se lo contara desearía saberlo.
No sé —dice—, no lo ponía.
Otro fracaso. Lo único que ha logrado es hacer su caso aún más desesperado contándole a ella una noticia tan estúpidamente formulada. La estupidez de la noticia le afecta también a él. Se hace una calma total en la habitación, silencio de muerte. La tormenta que se espera para la noche oprime la tierra con una terrible pesadez bochornosa. El pájaro ha levantado el vuelo y se ha ido. De la ciudad no llega ninguno de los ruidos habituales: tranvías que gimen en una curva, descargas o bocinas de coches. Ni un soplo de viento roza las cortinas.
Va a haber tormenta —dice el hombre—, seguro que va a haber tormenta esta noche.
La esposa no dice nada, se limita a volverse y mirar por la ventana abierta. Juega con las fotografías de nuevo, las sostiene delante de los ojos y las deja caer luego en la mesa cuando las ha contemplado lo suficiente. De pronto se detiene en mitad de un movimiento para coger una foto y empieza a mirar al hombre con un asombro enorme. Es que él se ha reído, pero no con una de sus acostumbradas risas circunspectas, azoradas, sino sonora y arrogantemente.
¡Puedes imaginarte nada más ridículo —dice agarrando convulsivamente el borde de la mesa como para extraer fuerza de la madera—, que yo, con mi buena memoria, haya olvidado ese parque de atracciones! Debo de haber estado algo enfermo cuando estuvimos allí, si no, seguro que me acordaría, sin duda alguna. Te apuesto que no hay una sola foto entre las que están en la mesa que yo no recuerde cuándo se hizo.
La esposa coge de un montón unas cuantas fotografías al azar y se las tiende sin decir una palabra. El hombre las recibe con una sonrisa complacida. Por fin una oportunidad de rehabilitarse. La esposa ya no se ocupa de las fotos. Sus manos reposan inmóviles sobre la mesa y los ojos observan fijamente la cara del hombre. Su inesperado interés por las fotografías despierta primero en ella suspicacia. Luego la conmueve. El hombre tiene las fotos en la mano derecha y sonríe mientras se dispone a mirar la primera. De repente la mujer también sonríe, la distancia entre los dos se ha fundido súbitamente y ella se ha convertido en un espejo de las sonrisas del hombre.
Es entonces cuando sucede lo inexplicable. A sus ojos lo que parece es que el hombre de repente ya no sonríe. La sonrisa se congela, se esconde en las comisuras de la boca, que se vuelven amargas y duras. Durante un momento la cara no expresa nada más que falta de sonrisa. Luego se abre la angustia lentamente en ella como una flor.
Al hombre lo que le parece es que está sentado en la sofocante y silenciosa habitación contemplando una fotografía, una imagen de sí mismo y de la esposa. Están juntos, sentados en el estribo de un coche. Él mira hacia el suelo. Su raya al lado izquierdo, muy acusada, parece una línea de tiza en su cabeza. La esposa mira a la cámara, infantilmente expectante con los labios fruncidos. El coche, del que sólo se ve una pequeña parte, da la impresión de ser nuevo y grande. Y hasta aquí, todo está en orden. Lo catastrófico es que por mucho que se esfuerce no puede acordarse de la ocasión en que fue hecha la fotografía. ¿Ha estado él siquiera presente? Parece impensable que, con la buena memoria que tiene, haya podido estar sentado en el estribo del coche de un amigo, de un amigo porque es obvio que uno no se sienta en los estribos de coches de extraños para hacerse fotografías, y que un episodio tan señalado haya podido perderse luego en su memoria. Ni siquiera puede recordar que cuando se hizo la fotografía, y tiene que haber sido hace bastante tiempo porque el papel está amarillo, tuvieran un amigo con coche. Y, sin embargo, allí está su propio rostro como una prueba incontrovertible de la verdad de la fotografía.
Molesto y preocupado, tanto porque la memoria le engañe tan enojosamente como porque la esposa le observa con un interés tan impertinente, fija pues los ojos en la otra fotografía para, rápida y decididamente, desvelar su secreto. Ah, mi oficina, piensa enseguida. La esposa está sentada en su escritorio con las piernas cruzadas colgando. Él está en su silla giratoria y sonríe con una plácida sonrisa de oficina. Todo está en orden. No porque se acuerde de la ocasión en que se tomó la fotografía, pero el lugar, en todo caso, le es familiar. Pero es entonces cuando hace su terrible descubrimiento, el descubrimiento de que no coincide nada. Es, ciertamente, una oficina el lugar donde se encuentran, pero es una oficina ajena, no la oficina de la empresa de muebles donde ha trabajado desde hace casi catorce años. El escritorio, para empezar, no es el suyo, éste es mucho más macizo y cargado de objetos que le son extraños e indiferentes. Y en la pared que está detrás del escritorio, en realidad llena de planchas que representan diferentes tipos de muebles, cuelga un solo cuadro, un cuadro que representa una lancha salvavidas en un mar embravecido, la misma que cuelga o colgaba en las estaciones de ferrocarril sobre las huchas de colectas en favor de los náufragos.
Asustado ante la perspectiva de otro fracaso, agarra, con un movimiento brusco y desabrido, la fotografía número tres. Está ya tan alterado que casi la rompe de pura excitación. El motivo, no obstante, le tranquiliza un poco. Una playa, piensa, y se da a sí mismo una inyección de tranquilidad, nadie puede pretender que yo recuerde todas las playas en las que mi esposa y yo hemos sido fotografiados juntos. Ésta es una playa totalmente imposible de identificar, con arena, hierba en la orilla y sombrillas a distancia. La esposa y él están sentados juntos en la arena, pero no están solos. Si hubieran estado solos, todo se habría podido explicar, pero aquí está él sentado entre dos mujeres, su esposa y una mujer completamente desconocida y si hubieran estado sentados de una manera inocente, normal, no habría sido tan desesperante, ¡pero así! Él tiene sus brazos protectores sobre los hombros de ambas mujeres. La supuesta desconocida no podría ser pues desconocida. Tiene que ser una persona muy cercana. A él jamás se le ocurriría abrazar tan descaradamente a una extraña. Pero por mucho que observa la cara de la otra mujer no es capaz de distinguir en ella un solo rasgo conocido. Es y será la cara de una extraña.
Se resigna entonces con una sorda pesadumbre, la misma pesadumbre que llena la habitación y el sofocante anochecer estival al otro lado de la ventana, y coge la cuarta fotografía, la penúltima brizna de paja del que se está ahogando, la tiene ante los ojos como para hipnotizar su pérfida memoria. Pero no sirve. Contra esto no hay nada que valga. La esposa y él están en una terraza a mucha altura sobre una ciudad, a mucha altura sobre una ciudad desconocida. La esposa se ha subido a la balaustrada y está sentada en ella con el cuerpo vuelto hacia la ciudad mientras se apoya con una mano en el hombro del marido. El hombre se inclina sobre la barrera de piedra y parece beber la vista con los ojos. La foto está sacada de perfil y muy por debajo de ellos se distinguen con claridad las torres y los volúmenes pétreos de la ciudad, la alta chimenea de una fábrica que continúa hacia el borde superior de la fotografía y una iglesia con una torre cortada, como partida por la mitad. De todas las vistas que ha contemplado en todas las ciudades que ha visitado, no hay ninguna que recuerde a ésta. Y, sin embargo, ahí está él junto a su mujer, mirándola con los ojos muy abiertos.
En la última fotografía apenas si se atreve a fijar la mirada. Hace un calor insoportable en la habitación y el sudor se desliza por su cuerpo. Se ve a sí mismo sentado en una silla blanda en esta habitación terriblemente sofocante, se ve a sí mismo con los ojos de su esposa o, en todo caso, con los ojos de otro: sudoroso, rojo de apuro y de vergüenza, con la boca abierta de asombro y miedo, y la mano, espectralmente blanca, que coge la última foto y la alza unos decímetros de la mesa, tiembla.
En cuanto echa una primera mirada preparatoria a la fotografía se siente, de todas maneras, un poco más tranquilo. Son dos personas que están debajo de un árbol, un roble probablemente, cogidas del brazo. A una de esas personas la reconoce, es la esposa, pero la otra, el hombre, le resulta completamente desconocido. Ya es penoso que me falle la memoria respecto a hechos pasados en los que yo mismo intervengo, piensa, pero que no recuerde cosas que yo no he vivido, eso ella no me lo puede reprochar. Siente un vivo rencor porque está sentada frente a él en el silencio más absoluto arrancándole vergüenza y miedo. Con ademán impaciente le tira la foto con el desconocido, ese perfecto extraño cuyo rostro iluminado por el sol no despierta el menor recuerdo en él.
¿Quién es el hombre con quien estás bajo el roble o lo que sea? —le dice a la esposa en un tono casi de reproche.
La esposa mira la foto un solo instante. Luego levanta la vista y el hombre se queda desconcertado ante el asombro inmediato que refleja su rostro.
Tú mismo —dice sin dejar de mirarle.
Entonces él se levanta despacio de la mesa proyectando contra el techo toda la carga aterradora que tiene en la coronilla. Mientras deja la habitación con suma lentitud dice:
Bajo un rato al sótano a hacer leña para la chimenea.
Se vuelve en el vano de la puerta y ve que la esposa le está mirando con una insistencia inquietante. Cuando sale al vestíbulo lo cruza a toda prisa para evitar el espejo. Algo espantoso se le ha ocurrido de repente. Que el recuerdo falle una vez al contemplar una vieja fotografía puede tener su explicación, ser incluso natural quizá. La segunda vez tampoco constituye una catástrofe, pero la tercera es inquietante y de la cuarta y la quinta hay que sacar conclusiones; y no reconocerse siquiera a sí mismo, eso es tan nefasto que todo espejo se convierte en un traidor. ¿Quién sabe de antemano qué rostro reflejará?
En el sótano se sienta en el burro de serrar a descansar después del choque. Al cabo de un rato la esposa oye el rápido rechinar de la sierra que atraviesa la madera seca. Recoge las fotografías y las vuelve a colocar en la caja. Un avión retumba sobre la población a poca altura, como un presagio de la tormenta. Ella se acerca a la ventana y mira hacia fuera. Bancos de nubes inmóviles se condensan sobre el bosque y dejan entrever de vez en cuando un anochecer pesado y oscuro. Cuando el avión desaparece vuelve a hacerse un silencio total. Un perro solitario se acerca por el borde del camino y gruñe inquieto mientras pasa delante de la casa. Por un instante también el sótano se queda en silencio. Y luego se oye el duro y rápido ruido de la madera que se rompe con un hacha afilada. Ella tiene la frente caliente y está cansada como después de pasar una noche en vela; va al dormitorio y abre una ventana.
Cuando yace en la cama llega una leve ráfaga de viento que mueve las cortinas. Ella está desnuda bajo la manta y la aparta para que la ráfaga la refresque, pero ésta es muy corta y no llega hasta ella. El hombre sigue en el sótano. Vuelve a serrar, una madera acerbamente rebelde ahora, el crujido suena descontento y pendenciero. Él no tenía que trabajar tanto rato, preparar un poco de leña para la chimenea no requería tantísimo tiempo. Piensa que él la evita, que permanece abajo en el sótano porque no puede estar en su compañía. Lo ha manifestado ya muchas veces, pero nunca de una manera tan evidente.
Justo durante una pausa entre el serrar y el hendir, llega por fin el primer relámpago. Ella está boca arriba en la cama y lo ve tranquilamente a través de la ventana abierta. Una rama de fuego se dibuja contra la negra pared de nubes y oscuridad, pero tan lejos que ni siquiera se oye ningún estampido. Pero lentamente la tormenta se va acercando. Un agudo rayo que clava su punta ardiente en la densa masa de nubes, seguido de un trueno débil como un carraspeo. Luego los rayos cambian súbitamente de carácter, pierden sus firmes perfiles, desaparecen en una nube de luz, deslumbrantes y reveladores como la luz repentina de un cohete. Al mismo tiempo los truenos se van haciendo más fuertes, se van transformando ellos también, ya no son sordos sino estridentes y desgarradores. Es como si Dios estuviera allí arriba en el espacio a una altura inmensa por encima del chalet, rompiendo sobres gigantescos con iracundos movimientos. Los intervalos entre los momentos de luz y los desgarrones no son prolongados, pero sí lo bastante largos para que ella tenga tiempo de sentir lo que ocurre en la casa.
El hombre ha clavado el hacha en el burro de serrar. No tarda en oírle subir la escalera del sótano, cruzar el vestíbulo y entrar en el cuarto de baño. Cae el agua, ella le oye frotarse las manos. Dentro de poco, hará gárgaras. Durante un largo instante de oscuridad ya no se oye nada en el cuarto de baño, pero de pronto llega un ruido penetrante, horroroso, que la hace sentarse en la cama. Parece como si el hombre hubiera roto un espejo o posiblemente un vaso en el suelo del cuarto de baño, pero no que se le haya caído, sino que lo haya arrojado con toda su fuerza contra las baldosas. Pero todo se calma. Tal vez sólo haya ocurrido un accidente. Ella le oye acercarse deslizándose en zapatillas por el cuarto de estar y abrir con cuidado la puerta del dormitorio, como si supusiera que estaba dormida. Ella se mete debajo de la manta y echa una ojeada a la puerta. Justo entonces el cuarto se ilumina, se llena a rebosar de una luz verde transparente y a esa luz ella le ve de pie delante de la cama, blanca la cara, con los labios muy apretados como para impedir que salga un grito y las manos extendidas ante sí como cuando se anda en la oscuridad.
Cuando la luz se ha apagado y el estampido ha retumbado le oye desvestirse rápidamente y echarse a la cama. Ni siquiera le dice buenas noches, piensa con despecho. Que se acerque a ella o que le acaricie siquiera la cara y el cuello antes de que se duerma, eso, ha dejado de esperarlo hace mucho tiempo. Mientras espera el próximo relámpago le oye dar vueltas en la cama, por lo que se ve, incapaz de dormirse. Por fin se levanta con una excusa hosca cuyas palabras ella no entiende, busca con los pies las zapatillas en la oscuridad, se echa el batín sobre los hombros. Cuando al minuto siguiente estalla la luz, le ve en el hueco de la puerta con la cara vuelta hacia la ventana y un cigarrillo sin encender en la boca. Está quieto hasta que se apaga el trueno y al dejar la habitación le dice a su mujer con voz apenas audible que va a subir a su cuarto a buscar un libro. Ella le oye pararse un momento junto a la chimenea y prender el cigarrillo con una cerilla que ha cogido de la repisa de la chimenea. Luego las zapatillas se deslizan por la habitación, un débil ruido como de un animal que por primera vez le resulta desagradable. Oye crujir la escalera cuando él la sube y luego los crujidos de las tablas cuando está arriba en el piso superior. Cuando se encuentra justo encima de su cabeza el ruido de los pasos furtivos llega hasta ella. Luego hay un relámpago, seguido inmediatamente de un violento estrépito. Los cristales de las ventanas tintinean débilmente. Una puerta se cierra de golpe allá arriba. El hombre ha entrado en su habitación y ha cerrado la puerta tras de sí.
La mujer ya está muy cansada. La tormenta todavía no ha traído ningún alivio. La pesadez sigue, y el calor sofocante. La tormenta sólo ha iluminado el bochorno de la habitación, no lo ha reventado. Ella cierra los ojos y hunde con fuerza la cabeza en la almohada, firmemente decidida a dormirse de una vez. A veces la luz juega sobre sus párpados cerrados, pero los relámpagos ya no la hacen abrir los ojos. Dormirse, ha tenido que dormirse, en todo caso es un estampido lo que la sobresalta y la obliga a abrir los ojos desconcertada. La habitación está completamente a oscuras y un trueno no ha sido, el ruido procedía de algún lugar de la casa. Ella aguza el oído pero no se oye un ruido. Tantea con la mano la cama del marido, pero está vacía. Entonces se acuerda de repente de que el hombre se ha ido a buscar un libro. Es evidente que ahora está bajando después de cerrar la puerta de su cuarto.
Mientras se pregunta medio dormida con qué violencia se habrá cerrado la puerta, los pasos se ponen en marcha súbitamente. El hombre anda sobre su cabeza y, aún no bien despierta, piensa que es extraño que ande tan pesadamente y con pasos tan largos y lentos. De ordinario tiene un andar más bien de pasitos cortos, rápido y femenino. Antes de que él llegue a la escalera, ella levanta la cabeza de la almohada y la sacude como para ahuyentar una impresión desagradable o el recuerdo de un mal sueño. Escucha asombrada los pasos duros y ruidosos en el piso de arriba. Debe de haberse cambiado de calzado en la habitación, piensa, cuando subió sólo llevaba zapatillas. Pero lo que le provoca un violento sobresalto y la obliga a sentarse en la cama con el corazón palpitante es algo que sucede en el rellano mismo de la escalera. Él se ha detenido allí arriba y durante un corto espacio de tiempo no se oye nada, pero de pronto rompe el silencio un terrible ataque de tos, una tos ruidosa que parece resonar en todas las oscuras paredes de la casa y que al final se vuelve histéricamente fuerte. Instintivamente ella se tapa los oídos con las manos por miedo a que los tímpanos no resistan, por absurdo que le parezca ese temor.
La tos del enfermo, porque una persona sana no puede toser de una manera tan espantosa, se interrumpe sin embargo bastante pronto. Ella aparta las manos de los oídos y se deja caer en la cama y en su propio inmenso asombro.
Nunca ha sabido que él esté enfermo y, sobre todo, sus pulmones siempre han estado sanos y fuertes. Mientras oye los pasos golpear los bordes de la escalera se sorprende de que el hombre se haya comprado un par de zapatos nuevos sin saberlo ella y, por si fuera poco, unos zapatos con herraduras que antes siempre ha aborrecido porque son muy indiscretos.
Después de haber pasado el último escalón sigue un momento de un silencio muy profundo, uno de esos silencios que hunde a las personas en la soledad. Por un instante ella cree oír el sonido estridente de un timbre de bicicleta, pero el ruido es tan fugaz que da por hecho haber oído mal. Por eso le resulta casi un alivio que por fin se rompa el silencio. El hombre sufre otro ataque de tos después de bajar el último escalón y ahora, en la misma planta donde está ella, la tos es todavía más espantosa que allá arriba. Sin tener muy claro lo que hace ni por qué lo hace y qué significa que actúe de ese modo, se mete debajo de la manta y se la sube hasta las orejas. Pero la manta no protege su oído. Oye cuando termina por fin el ataque de tos y cuando los pasos, duros y lentos, se acercan a ella.
No quiero verle, piensa, él vive sólo para atormentarme. Hace tanto tiempo que no me acaricia que le odiaría si lo intentara ahora. Ni siquiera es capaz de dar las buenas noches. Por un pequeño crujido que penetra en su oído deduce que se abre la puerta. El hombre está de pie en la habitación y ella se figura que intenta descubrirla en la oscuridad. En la noche no hay un ruido y ahora ella sólo teme a la espantosa tos, pero no se produce. En el silencio el hombre empieza a desvestirse. Se desviste de una manera muy extraña, se le cae un zapato en la alfombra de la cama y a pesar de que cae suavemente produce un ruido considerable, un golpe brutal a sus nervios en tensión.
¿Por qué se ha vestido?, piensa, si salió de aquí en pijama. Al mismo tiempo cae sobre ella un aroma inconfundible, ella aspira mucho aire por la nariz y lo identifica enseguida. Es a humo de cigarro puro, olor de un cigarro puro fuerte. Pero cuando él la dejó, encendió un cigarrillo. Él nunca ha aguantado los puros. Cuando el hombre se ha desnudado, ella oye cómo se acerca a su mesilla de noche y deja algo en ella. El libro, piensa, el libro que iba a buscar. Pero como papel no ha sonado y si no estuviera tan oscuro ella miraría por encima del borde de la manta para ver qué objeto duro ha puesto, bueno, que casi ha soltado sobre la delicada madera de la mesilla. Luego oye sorprendida cómo el hombre con los pies descalzos abandona de pronto la habitación y va hasta la radio que está en el rincón del cuarto de estar y únicamente la pared separa la cabeza de ella del hombre que ha encendido la radio y busca, con mucho alboroto y penetrantes silbidos, emisoras nocturnas. De pronto ha captado música, una oscura melodía de jazz que penetra en la habitación y despierta en ella todo lo que ha estado aletargado. Una alegre voz varonil que con marcado acento americano pronuncia algunos nombres de ciudades alemanas interrumpe la música: Fráncfort, Stuttgart, Múnich, Núremberg. Después, silencio. El hombre ha apagado.
Vuelve a estar de pie en la habitación, pero no mucho rato. Se tira casi al momento en su cama, se echa encima el edredón, rebulle sobre el colchón hasta que encuentra la postura adecuada. La esposa tiene el cuerpo en tensión, yace inmóvil bajo la manta. Si viene muerdo, piensa frotando sin cesar la lengua con los dientes incisivos. Pero él no viene. Parece que se duerme y al cabo de un rato ella escucha asombrada esa respiración, esa respiración desconocida. Muchas veces ha permanecido despierta después de que el hombre se durmiese por las noches, «sobrevivir» suele llamar ella a eso, y ha aprendido a reconocer su respiración entre todas las respiraciones del mundo. Esta respiración es diferente, ocupa más sitio, es más ruidosa. La música de la noche, piensa ella, la ropa, los zapatos, los pasos, los ataques de tos, el puro. Yace completamente inmóvil, apenas se atreve a respirar mientras la espantosa decisión, la única que queda, madura en ella. El calor ahoga como en un horno y por la ventana entra la ardiente oscuridad a oleadas. Después de una larga espera, durante la cual su cuerpo se cubre de sudor y su rostro se inunda de lágrimas silenciosas, se atreve por fin a retirar la manta y salir de la cama. Sin que se haya oído nada está finalmente en la alfombra entre la cama y la ventana abierta y parece que tiene el alma en un hilo. Un rápido ciclista pasa dando bufidos por el camino y a lo lejos se enciende un rayo sobre el bosque, se desliza como una serpiente de fuego entre los árboles. Ella se vuelve rápidamente y alcanza a ver el grueso perfil del cuerpo del hombre, tan diferente que tiene que apoyarse en el alféizar de la ventana para no caer.
Cuando el mundo entero descansa en una inmensa, profunda oscuridad va sigilosamente en torno a su cama y en torno al hombre, hasta llegar a su lado y a su mesilla de noche. Él sigue durmiendo con la misma profundidad, aunque a ella le parece que las palpitaciones de su corazón y el sonido húmedo cuando traga saliva de puro nerviosismo tendrían que haberle despertado hace rato. Coge el objeto que él ha bajado de su habitación. No es un libro; sus dedos le dicen que es un martillo, pesado y con olor a nuevo. Con el mango del martillo convulsamente agarrado en una mano, se inclina sobre el hombre dormido y descubre con cuidado su cabeza como cuando se alza el lienzo del rostro de un muerto para contemplarlo una última vez. Y cuando la habitación se llena de una luz espantosa de una lámpara invisible, ella hunde el martillo con una sensación de liberación en la sien reluciente de sudor del hombre desconocido.

sábado, 23 de marzo de 2024

El fugitivo. Pascual-Antonio Beño.

Se habían marchado todas –mi abuela, mi tía y mi madre–, creo que a Daimiel, en un carro, a por un cerdo ya sacrificado, que iban a comprar de estraperlo en aquel pueblo, y me habían dejado solo con la Luisa.
Yo jugaba en el corral con un caballo de cartón. Lo había metido en la artesa de madera, donde lavaban, y disfrutaba despedazando el animal, mientras imaginaba que era carnicero y preparaba chuletas, piernas y solomillos. Estaba solo –me habían prohibido jugar con los refugiados– y ya me había cansado de tirar piedras al pozo, esperando, inútilmente, que alguien me respondiera desde allá abajo. Me había cansado de ahogar moscas y resucitarlas luego y había decidido convertirme en carnicero y despachar carne a una clientela imaginaria.
Estaba dedicado a esa tarea cuando, por el portón entreabierto, entró aquel hombre. Por su vestimenta, pronto me di cuenta de que se trataba de un soldado. Di un brinco de alegría. ¡Un soldado! Reconozco que admiraba a los soldados y que ansiaba ser mayor para poder vestir el uniforme caqui, tener un fusil y jugar de verdad a eso de la guerra. Pero aquel soldado tenía cara de pocos amigos, a pesar de ser un muchacho muy joven y, además, barbilampiño. Nada más entrar y verme, me agarró muy fuerte con una mano y, con la otra, me tapó la boca. Me tuvo así durante unos instantes, mientras vigilaba con la mirada la entrada de la casa. Un gran vocerío, seguido de ruidos de motores de vehículos se escuchaban en la calle, pero todo pasó y, cuando retornó el silencio, me liberó de la mordaza para preguntarme:
¿Y tus padres?
Mi padre está en la guerra y mi madre se ha ido con mi abuela y con mi tía a por un gorrino a otro pueblo.
Pero no te habrán dejado solo, ¿verdad? –volvió a preguntarme.
No, la Luisa se ha quedado conmigo.
¿Quién es? ¿Tu hermana?
No. Es la criada.
Pues vamos a verla.
Conduje al soldado hasta la puerta de la cocina que daba al corral. Él la abrió de un puntapié. Luisa, que estaba fregando los cacharros, se volvió hacia nosotros sobresaltada.
No te muevas, muchacha, o te pesará –la amenazó el soldado, muy nervioso.
Ella estuvo a punto de gritar, pero él, que había visto un cuchillo grande, colgado en una de las paredes, se abalanzó sobre él y, en pocos segundos, lo tenía ya junto al cuello de la criada.
¿Y tus amos?
Se han ido a un pueblo de aquí cerca a traerse un cerdo descuartizado en un carro, pero yo no tengo la culpa… No hay apenas nada y necesitábamos comida.
Yo no soy de los que requisan, así que sobran las explicaciones. ¿No te has dado cuenta de que ni siquiera soy de los de esta zona?
La muchacha miró al soldado con más atención, consciente por primera vez de quién se trataba.
¡Jesús, María! ¡Usted debe de ser un huido! ¡Váyase, váyase de aquí!
El soldado perdió de pronto su fiereza. Era un muchacho espigado y rubio, de unos dieciocho años, como mucho. Dejó de amenazar con el cuchillo y, casi gimiendo, confesó:
Si me cogen, me matan, y no quiero morir. He visto a muchos morir en el frente. –Se rehizo enseguida y volvió a esgrimir el cuchillo. Gritó como una fiera acorralada–: Tendrás que ser buena y guardar silencio, porque, de lo contrario, te juro que os mato a los dos, a ti y al niño.
Pero es muy peligroso que te quedes aquí.
¡Calla!
Se oyeron unos golpes en la puerta de la galería. El soldado se puso de pronto muy pálido. Comenzó a temblar y a sudar.
Un rojo intenso alarmante
¡Llaman! –exclamó Luisa, sin disimular su alegría, como pensando «Estoy salvada».
¡No abras!
Debe de ser la Frasquita, la refugiada. No tengo más remedio que abrir. Vive en esta casa y pasará de todos modos.
Está bien. Habla con ella. Pero que no entre aquí. Y luego cierra la puerta con llave. ¡Ah, y que no se te ocurra descubrirme porque entonces seréis tres las personas que tendré que degollar!
La criada salió de la cocina y, atravesando un pasillo, se dirigió a la puerta de la galería.
¿Qué quieres, Frasquita?
¡Hija, pues sí que has tardao en salir!
¡Venga! ¿Qué es lo que quieres? Las señoras no están aquí y tengo mucho que hacer.
Hija, pues sí que te has vuelto tú cumplidera. ¡Ni que fueses a heredar la casa!
¡Déjate de pamplinas y dime a qué has venido!
¿Es que no has oído el alboroto que se ha armao en la calle?
No, estoy muy ocupada y mis señoras no quieren que pierda el tiempo.
Pues si está to el pueblo alborotao. ¿Y no has oído los tiros?
¿Qué es lo que pasa?
Na, que venía un fascista preso en el tren y se ha escapao. Nadie sabe cómo. Han echao a correr detrás de él por el Paseo de la Estación y los milicianos, a un viejo que estaba sacando un carro de una casa, que no tenía na que ver, se lo han cargao y está, el pobrecillo, tirao en la calle, con una manta encima. Dicen que el fascista es joven y muy buen mozo. ¡A mí me dan pena estas cosas!
Luisa se sintió interesada por el asunto.
Pero… ¿lo han cogido ya?
No, pero lo cogerán pronto. El fascista no tiene armas ni na y van tras él lo menos cincuenta. ¿Por qué no te quitas el mandil y nos vamos por ahí, a ver cómo lo cogen?
No puedo, Frasquita. Estoy sola con el niño y, además, lo único que podemos conseguir es que nos peguen otro tiro a nosotras, como al viejo ese que sacaba el carro de su casa.
Pues yo sí que voy a ir. ¡Salú y que sigas tan atareada!
Luisa cerró la puerta de la galería con llave y regresó junto a nosotros.
Ya lo sabes todo –le dijo al soldado.
Ella, superado ya el miedo de los primeros momentos, miró al soldado con lástima. El que tenía ante ella con un cuchillo en la mano no era un ser peligroso, sino un muchacho de su misma edad, cuya vida se había visto envuelta, sin él mismo quererlo, por el torbellino de la guerra. Y, además, estaba acorralado. Él también se humanizó. Dejó de blandir el cuchillo que tenía en la mano, lo abandonó en la encimera de la cocina, sacó su petaca de un bolsillo y comenzó a liar un cigarrillo.
No debes dejar que me cojan, ¿comprendes? Si te portas bien, yo podré escapar de esto y a ti no te pasará nada.
¿Qué debo hacer? –preguntó la muchacha.
¡Callar!
Pero… ¿y si vienen mis amas?
Cuando ellas vengan, yo ya me habré marchado.
El soldado, un poco más relajado, sin la tensión y el coraje que presta el peligro, se dejó caer sobre una silla con un suspiro.
Tengo hambre –dijo.
Luisa sacó medio queso y unas cuantas naranjas.
Es todo cuanto hay –dijo ella–. Pan no tenemos. Lo que sí puedo hacer es freír un huevo.
El muchacho acabó con el queso y las naranjas antes de que Luisa volviera con el huevo frito en un planto.
¿No notarán tus amos la falta de estos alimentos?
No –respondió ella–, porque como hoy nos hemos quedado solos el chico y yo, pensarán que nos lo hemos comido nosotros.
Yo observaba al soldado mientras comía. ¡Cuánta hambre atrasada debía de tener, a juzgar por la rapidez con que masticaba!
Yo tengo un hermano en el frente que se llama Roque –dijo Luisa–. Creo que conduce un tanque. Como tú eres de los fascistas, si alguna vez lo ves, procura no darle un tiro porque tiene novia.
Y tú, ¿no tienes novio?
¡Qué va! ¡Cualquiera se hace novia en estos tiempos! No quiero sufrir. Pero… ¿por qué te has escapado?
Porque me llevaban a Madrid para matarme. Mi padre es coronel y yo soy de la Falange.
Luisa se sintió un poco afligida.
Entonces, si tu padre es coronel, tú serás uno de esos señoritos que llevan corbata, estudian y todo eso, ¿no?
¡Y qué más da! La guerra nos está igualando a todos. ¿Sabes una cosa, muchacha? Pues que eres muy bonita.
La chica se sonrojó. Una tímida sonrisa se dibujó en sus labios y disipó, por unos instantes, la bruma de todos los temores.
¿Cómo te llamas?
Diego. ¿Y tú?
Yo me llamo Luisa.
Cuando Diego terminó de comer, le pidió a Luisa un pantalón y alguna camisa de su señorito.
El señorito está en la otra zona, pero hay en el armario mucha ropa suya.
Diego le pidió también unos calcetines limpios y jabón para lavarse.
En el cuarto de baño está el jabón –dijo Luisa–, también hay brocha y maquinilla, por si quieres afeitarte.
Le acompañó al interior de la casa, mientras yo volví al corral para seguir atendiendo a mi clientela imaginaria en la carnicería. En eso estaba, cuando apareció Rafael, el mayor de los refugiados.
¿Qué haces?
Despachando carne.
Tú eres un niño tonto. Sólo los niños tontos estropean los caballos de cartón.
Y tú, ¿sabes lo que eres? Un rojo maleducado. Hizo bien mi madre cuando me aconsejó que no me juntara contigo ni con tu hermano.
Pues vete a la mierda.
A la mierda tú, piojoso –le dije, mientras regresaba a la cocina.
A la mierda tú y todos los tuyos, ¡so fascista!
Conocía bien los puños del refugiado y su mala sangre, así que lo mejor era desaparecer de su vista cuanto antes.
Recorrí la casa en busca del soldado y de Luisa, pero parecía que se los hubiera tragado la tierra. Al fin escuché murmullos detrás de una puerta. La empujé levemente y vi que estaba abierta, así que decidí entrar. Tardé bastante tiempo en comprender lo que sucedía allí dentro, pero, de momento, me dejó perplejo y confundido. Sobre una cama se hallaban el soldado y Luisa completamente desnudos. Él, tumbado boca arriba, la agarraba furiosamente por las caderas, mientras que ella, que tenía las piernas abiertas, se hallaba sentada sobre su vientre. Me sorprendió extraordinariamente la blancura de sus cuerpos y la extraña forma de moverse. Luisa gemía y temblaba como aquel día en que le dio el ataque, después de que le dijeran que su padre se había ahorcado en la cuadra de las mulas. Ninguno de los dos se dio cuenta de que yo había entrado en el cuarto porque estaban fuera de sí, gritando y sudando como moribundos.
Cuando llamaron a la puerta, Luisa se asomó al balcón.
Sabemos que está ahí, abre la puerta –dijo una voz.
Temblaban los dos al despedirse.
Por el corral, no –le dijo ella–. Mejor, salta por los tejados. ¿Tienes dinero?
Sí, algunos duros.
Entonces, márchate enseguida. Que no te cojan. Y vuelve algún día.
Cuando el muchacho desapareció, trepando por los tejados, Luisa abrió la puerta. Entraron cuatro o cinco hombres con cazadoras de cuero negro, pistola en mano.
Yo estaba con el niño y él me amenazó con un cuchillo. ¡Qué iba a hacer! –se justificó.
Oímos varios disparos.
Ha caído como un gato desde un tejado, mi comisario –dijo uno de los hombres.
Nunca olvidaré aquella escena. Luisa me agarró de la mano y salimos a la calle. Las gentes salían de sus casas y se arremolinaban, en torno a una esquina. Cuando Luisa y yo llegamos allí y nos abrimos paso entre la gente, vimos al soldado tendido en el suelo, completamente inmóvil, con los ojos abiertos. A través de la camisa desgarrada y manchada de sangre podía verse, fuera de su sitio, el paquete intestinal, a causa de los muchos disparos recibidos en el vientre.
Me parecía mentira que aquel cuerpo sin vida fuese el mismo que unos minutos antes había contemplado completamente desnudo, vibrando de deseo y de pasión, abrazado el cuerpo de Luisa.
Ella, al verlo, lanzó un tremendo alarido y, ante la sorpresa de todos los que allí estábamos, se revolcó por el suelo, totalmente fuera de sí, agitando brazos y piernas, gritando como una poseída y arrancándose ella misma mechones de pelo.
Coged a esta muchacha y llevárosla de aquí –dijo uno de los milicianos–. Le ha dado un ataque al ver al muerto.
Yo estaba tan impresionado por lo que acababa de suceder que no acertaba a moverme ni a pronunciar una sola palabra.

Un rojo intenso y alarmante, 2022.

viernes, 22 de marzo de 2024

Sabía que ibas a venir. René Lavand.

Había terminado la guerra, la patrulla emprende la retirada. Un soldado se acerca al Capitán a pedirle permiso para regresar al campo de batalla a recoger a un amigo caído. El capitán le niega el permiso:
No, es inútil que vayas; ya debe estar muerto.
El soldado, desobedeciendo la orden, marchó en busca de su amigo. Pasado un rato volvió con él en brazos… ya muerto.
El Capitán, al verlo, le dijo:
Te lo dije… era inútil que fueras.
Y el soldado contestó:
No, mi Capitán, no fue inútil, cuando llegué aún estaba con vida, y al verlo me miró y me dijo… “Sabía que ibas a venir”.


 

 

domingo, 17 de marzo de 2024

Ambición. Enrique Anderson Imbert.

Ese olmo tenía unas iniciales grabadas en la corteza: sin duda, la firma del poeta que lo creó.
Solo, cerca del río, recordaba su vida: un gran envión desde la semilla hasta la flor más alta, flor que prolongaba la ascensión al difundir su fragancia. Hubiera querido seguir subiendo como ese otro árbol, el de humo, que se formaba cada vez que quemaban sus hojas secas en el otoño. Y en la primavera, cuando las urracas que se le habían posado se echaban a volar como hojas que después de planear por un rato podían volver a las ramas, el olmo sentía que su follaje era el viajero. Conocía a los pájaros por sus modos de volar: la acrobacia aérea del chajá, la tristeza de la golondrina que por alto que vuele siempre sueña con algo que está más allá de sus alas, la rebeldía de la tijereta, que se aleja de la tierra, no para explorar, sino en una rápida ofensiva contra el cielo. Si un viento lo agitaba, el olmo sabía que venía de alguien que, al ver el globo de la tierra, se había puesto a soplar para hacerlo girar y que los cambiantes colores del cielo eran intensidades de ese constante soplo.
Ante tanto cielo, ante tanto ejemplo de libertad, la ambición del olmo era volar. Se erguía, estiraba los brazos. Un día le creció un nuevo brote. No era un brote cualquiera: era una pluma. Una pluma verde. El comienzo de un ala.

El gato de Cheshire, 1965.

sábado, 16 de marzo de 2024

[Fragmento 139]. Libro del desasosiego. Fernando Pessoa.

Hace mucho tiempo que no escribo. Han pasado meses sin que viva, y voy perdurando, entre la oficina y la fisiología, en una parálisis íntima de pensar y sentir. Esto, infelizmente, no descansa: en la putrefacción hay fermentación.
Hace mucho tiempo que no sólo no escribo, sino que ni siquiera existo. Creo que apenas sueño. Las calles son calles para mí. Hago el trabajo de la oficina con conciencia sólo para él, pero no puedo decir exactamente que sin distraerme: por detrás estoy, en vez de meditando, durmiendo, aunque sigo siendo siempre distinto por detrás del trabajo.
Hace mucho tiempo que no existo. Estoy tranquilísimo.
Nadie me diferencia de quien soy. Me sentí ahora respirar como si hubiera practicado una cosa nueva o atrasada. Empiezo a tener conciencia de tener conciencia. Tal vez mañana despierte para mí mismo, y reanude el curso de mi existencia propia. No sé si, con eso, seré más o menos feliz. No sé nada. Levanto la cabeza de paseante y veo que, sobre la cuesta del Castillo, el ocaso opuesto arde en decenas de ventanas, con un reverbero inmenso de fuego frío. Alrededor de esos ojos de llama dura toda la cuesta tiene la suavidad del fin del día. Puedo al menos sentirme triste, y tener la conciencia de que, con esta mi tristeza, se cruzó ahora —visto con el oído— el ruido repentino del tranvía que pasa, la voz casual de los conversadores jóvenes, el susurro olvidado de la cuidad viva.
Hace mucho tiempo que no soy yo. 

Libro del desasosiego. 1982.
 

martes, 12 de marzo de 2024

El poeta. Luis Cernuda.

Aun sería Albanio muy niño cuando leyó a Bécquer por vez primera. Eran unos volúmenes de encuadernación azul con arabescos de oro, y entre las hojas de color amarillento alguien guardó fotografías de catedrales viejas y arruinados castillos. Se los habían dejado a las hermanas de Albanio sus primas, porque en tales días se hablaba mucho y vago sobre Bécquer, al traer desde Madrid sus restos para darles sepultura pomposamente en la capilla de la universidad.
Entre las páginas más densas de prosa, al hojear aquellos libros, halló otras claras, con unas cortas líneas de leve cadencia. No alcanzó entonces (aunque no por ser un niño, ya que la mayoría de los hombres crecidos tampoco alcanzan esto) la desdichada historia humana que rescata la palabra pura de un poeta. Mas al leer sin comprender, como el niño y como muchos hombres, se contagió de algo distinto y misterioso, algo que luego, al releer otras veces al poeta, despertó en él tal el recuerdo de una vida anterior, vago e insistente, ahogado en abandono y nostalgia.
Años más tarde, capaz ya claramente, para su desdicha, de admiración, de amor y de poesía, entró muchas veces Albanio en la capilla de la universidad, parándose en un rincón, donde bajo dosel de piedra un ángel sostiene en su mano un libro mientras lleva la otra a los labios, alzado un dedo, imponiendo silencio. Aunque sabía que Béequer no estaba allí, sino abajo, en la cripta de la capilla, solo, tal siempre se hallan los vivos y los muertos, durante largo rato contemplaba Albanio aquella imagen, como si no bastándole su elocuencia silenciosa necesitara escuchar, desvelado en sonido, el mensaje de aquellos labios de piedra. Y quienes respondían a su interrogación eran las voces jóvenes, las risas vivas de los estudiantes, que a través de los gruesos muros hasta él llegaban rlesde el patio salcedo. Allá adentro todo era ya indiferencia y olvido.

Ocnos, 1942.

lunes, 11 de marzo de 2024

[Una rata con alas]. Ernesto Sabato. Abaddón el exterminador.

Sin que atinara a nada (para qué gritar? para que la gente al llegar lo matara a palos, asqueada?), Sabato observó cómo sus pies se iban transformando en patas de murciélago. No sentía dolor, ni siquiera el cosquilleo que podía esperarse a causa del encogimiento y resecamiento de la piel, pero sí una repugnancia que se fue acentuando a medida que la transformación progresaba: primero los pies, luego las piernas, poco a poco el torso. Su asco se hizo más intenso cuando se le formaron las alas, acaso por ser sólo de carne y no llevar plumas. Por fin, la cabeza. Hasta ese momento, había seguido el proceso con su vista, y aunque no se atrevió a tocar con sus manos, todavía humanas, las patas de murciélago, no pudo dejar de ver con horrenda fascinación las garras de gigantesca rata, arrugada la piel como la de un anciano milenario. Pero luego, como ya se ha dicho, lo que más lo impresionó fue el surgimiento de las enormes alas cartilaginosas. Pero cuando el proceso alcanzó la cabeza y empezó a sentir cómo se alargaba su hocico y cómo le crecían los largos pelos sobre la nariz husmeante, su horror alcanzó la máxima e indescriptible intensidad. Durante un tiempo quedó paralizado en la cama, donde lo había sorprendido la transformación. Trató de conservar la calma y hacerse un plan. En ese plan entraba el propósito de mantenerse callado, pues con gritar sólo lograría el acceso de personas que lo matarían despiadadamente con fierros. Había, sí, la frágil esperanza de que comprendieran que esa inmundicia viviente era él mismo, puesto que no era lógico que se hubiese instalado en su lugar de modo inexplicable.
En su cabeza de rata bullían las ideas.
Se incorporó, por fin, y sentado, trató de serenarse y tomar las cosas como eran.
Con cierto cuidado, como si se tratara de un cuerpo extraño a él mismo (como de algún modo lo era), se movió hasta ponerse en la posición que acostumbra tomar un ser humano para levantarse de la cama: es decir, se sentó de costado, con los pies colgando hacia el suelo. Entonces advirtió que las patas no alcanzaban el piso.
Pensó que por la contracción de los huesos, su tamaño se había hecho menor, aunque no demasiado, lo que explicaba la piel tan arrugada. Calculó que su estatura podía alcanzar más o menos el metro veinte. Se levantó, y se contempló en el espejo.
Durante largo rato permaneció sin moverse. Había perdido la calma y ahora lloraba en silencio ante el horror.
Hay gente que tiene ratas en su casa, fisiólogos como Houssay, que experimentan con esos asquerosos bichos. Pero él había pertenecido siempre a la clase de gente que siente invencible asco ante la sola vista de una rata. Es imaginable, pues, lo que podía sentir ante una rata de un metro veinte, con inmensas alas cartilaginosas, con la repulsiva piel arrugada de esos monstruos. Y él dentro!
Su vista había comenzado a debilitarse y entonces tuvo la repentina convicción de que ese debilitamiento no era un fenómeno pasajero ni producto de su emoción, sino que avanzaría paulatinamente hasta llegar a la ceguera total. Así fue: en pocos segundos más, aunque esos segundos le parecieron siglos de catástrofes y pesadillas, sus ojos llegaron a la absoluta negrura. Quedó paralizado, aunque sentía que su corazón golpeaba tumultuosamente y que su piel temblaba de frío. Luego, poquito a poquito, se acercó tanteando hacia la cama y se sentó a su costado.
Así permaneció un tiempo. Hasta que de pronto, sin poder retener, olvidando su plan y sus razonables prevenciones, se encontró lanzando un inmenso y pavoroso grito de socorro. Pero un grito que no era humano ya sino el estridente y nauseabundo chillido de una gigantesca rata alada. Vino gente, como es natural.
Pero no manifestó ninguna sorpresa. Le preguntaron qué pasaba, si se sentía mal, si quería una taza de té.
No advertían su cambio, era evidente.
No respondió nada, no dijo una sola palabra, pensando que sólo lograría que lo tomasen por loco. Y decidió tratar de vivir de cualquier manera, guardando su secreto, aun en condiciones tan horrendas.
Porque el deseo de vivir es así: incondicional e insaciable.

Abaddón el exterminador, 1974.