jueves, 14 de septiembre de 2017

La balada de Duir y su amor galante. Daniel Frini.

Mi amado me habla siempre con palabras suaves. Acostumbra describirme, dulcemente, alabando mi tersura al contacto de sus manos, mi perfil marcado, mi aroma “a majestuosidad de la madera del roble” como suele decir, y razón por la cual me llama Duir; que es la palabra con que los viejos druidas nombraban al Árbol. El dice que tengo su energía, su nobleza y su fuerza, y también dice que soy resistente, flexible y ágil como el acero de Mondragón, el mismo con el que hacen las espadas toledanas los tenaceros de las ferrerías de Soraluze y Tolosa.
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Con voz cansina, me cuenta de su pasado en las filas del ejército del Rey Carlos, cuando participó en el incendio a Medina del Campo, bajo las órdenes de Adriano de Utrecht; y las victorias sobre los comuneros en Tordesillas y Villalar; y de su intervención en las ejecuciones de Padilla, Maldonado y Bravo; de sus cabezas expuestas durante nueve días en el garavato de la Plaza Mayor; y cómo después el mismísimo Rey lo elevó al cargo que mi dulce caballero ocupa hoy.
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Me habla con los ojos empañados en lágrimas de emoción. Dice que así se siente al verme y acariciarme; y yo me veo transportada a la gloria de la felicidad. Dice, también, que cuando me abraza es el hombre más poderoso del mundo; más aún que Carlos, aunque éste reine sobre Castilla y Sicilia y Nápoles y las Indias y todo el Sacro Imperio. Entonces, me siento una princesa y brillo aún más para él.
Él me sujeta con sus brazos fuertes y seguros. Recorre mi figura con sus manos ásperas y siento, sin embargo, sus suaves caricias. Me toma firmemente y eleva mi cuerpo en el aire. Allí quedo estática, por un instante que es toda una eternidad. La visión es hermosa: yo, en lo alto, sostenida por el hombre que es mi razón de existir; él, gigante, con su cuerpo atlético tensado hasta el punto en que parece estallar, su melena azabache apenas movida por la brisa veraniega; su torso desnudo, sudoroso; parado sobre los dos pilares que son sus piernas, separadas apenas para lograr un correcto equilibrio; en una danza que hemos repetido cientos de veces. A los pies de mi amado, arrodillado y con su cabeza en el cadalso, está el Maestre Condestable Don Martín de Cardés, reo acusado de pecado nefando por el Santo Oficio de la Inquisición, y relajado a la Justicia del Rey que lo condena a morir decapitado bajo el hacha, en esta muy noble y leal Villa de Calahorra. Alrededor nuestro, en los tablados y las ventanas, los muchos asistentes venidos de todos los lugares de esta comarca, se desgañitan gritando groserías.
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La eternidad se acaba y mi querido me impulsa para caer con fuerza. Su destreza en estas artes y mi filo separan, limpiamente, la cabeza del cuerpo. Me apoya suavemente a su lado y toma por el cabello a la cabeza del ajusticiado que aún abre y cierra sus ojos de pupilas dilatadas. La muestra al populacho, que estalla en una explosión de regocijo.
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Después, cuando el cadalso queda solo y los monjes mendicantes se han llevado el cuerpo del ejecutado, me toma nuevamente con cariño y con un trapo mojado en aceites livianos; lentamente, mientras me habla otra vez con palabras tiernas, va limpiando de sangre el acero de mi hoja, venido del hierro de las laderas del Udalaitz, y fraguado a la calda en Bergara, según la antigua usanza de los maestros espaderos vascos. Cambia de trapo y seca mi mango de madera de roble quejigo nacido en la llanada de Álava, y en el que él, mi enamorado, grabó mi nombre con su daga. Luego baja la escalera del patíbulo cargándome en equilibrio sobre su hombro derecho, mi cabeza a su espalda; y toma con su mano izquierda la pequeña bolsa de cuero que contiene los dos florines con que los familiares del muerto le pagaron para asegurar que él, mi luz, me hubiese afilado adecuadamente, y que no fuesen necesarios mas que un par de golpes para acabar con la vida del infortunado.

 

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