jueves, 19 de octubre de 2017

Enviado de otro mundo. Abilio Estévez.

La primera vez que vimos al hombre, mi madre y yo íbamos al cementerio. Desde la muerte de mi padre íbamos todas las tardes. Ya habíamos salido por el portón, cuando apareció, extraño, con la ropa de trabajo empapada en sudor, el sombrero de yarey echado hacia atrás y una guataca recostada al hombro. Al vernos, la sorpresa lo detuvo. Yo sé que entrecerró los ojos y que mostró la hilera de sus dientes tan blancos que parecían de mentira. Sus ojos, de un gris afilado, brillaban como la punta de un cuchillo. Era muy alto y la ropa le quedaba pequeña: el pantalón, desgarrado en los bajos, dejaba libre un pedazo de la piel de sus piernas por encima de unas botas enfangadas y sin abrochar. La camisa tenía un color más oscuro debajo de las axila y como la llevaba abierta, podía verse en su pecho la oscuridad de los vellos.
Un segundo lo miró mi madre y trató de abrir la sombrilla, que no se abrió. Comenzó a buscar algo en el bolso y me llamó varias veces por mi nombre completo como nunca hacía.
El hombre dejó la guataca en el suelo y se acercó. Escuchamos el golpe de las botas en la calle, y no fue difícil saber que estaba ahí, a dos pasos, era precisa su respiración agitada y penetrante el olor a manigua.
Sentí la mano de mi madre apretando la mía.
-Me da un poco de agua -pidió él con voz que seguro hizo temblar las ramas de los árboles.
Ella no escuchó, no hizo caso, huyó conmigo calle abajo y doblamos por la primera cuadra y cruzamos casi corriendo el puente de la zanja.
Comenzaba a hacer frío y los arboles se veían negros en plena tarde. Las calles estaban mojadas aunque no había llovido y las casas permanecían cerradas a cal y canto. Los perros (tantos perros) no ladraban. Tampoco volaban los pájaros, ni se oían los gritos del hijo loco de la vieja Sana, ni las campanas de la iglesia hicieron nada por espantar aquel silencio como era su deber.
-¿Quién es ese hombre? -pregunté a mi madre cuando estuvimos lejos.
-El diablo -respondió.


Volvimos a encontrarlo al día siguiente.
Llegamos al cementerio que tenía una gran puerta desde donde unos ángeles grandes nos miraban sin darnos importancia. Abrimos la verja que siempre daba un alarido, y entramos a la calle de contornos pintados de blanco con las tumbas grises que tenían floreros de colores vivos.
Mi madre suspiró (siempre lo hacía) y cerró la sombrilla y se arregló el pelo. Como era hábito, deambulamos por entre las tumbas. Ella leyó las inscripciones de todas y se acarició algunas tapas y cruces, allí donde decía que estaba su amiga Adela y la otra amiga y la otra, tantos muertos que nos recuerdan, hijo, que polvo somos y en polvo nos convertiremos. Sus ojos no estaban quietos y brillaban; por momentos detenía en sus labios una leve sonrisa.
En la tumba de mi padre, quitó las flores mustias y deshizo los pétalos sobre la tierra.
Descubrimos al hombre en el momento en que mi madre me mandaba por agua limpia; estaba bajo un angelito de mármol, tan de mármol él como el angelito, mirándonos, mirándola fijamente.
-No lo mires tú -me ordenó ella.
No me gustó la forma angustiada en que lo dijo, pero ninguna pregunta me atrevía a hacerle: la vi bajar la cabeza, hundirse en sí misma, tranquila, intranquila, sentada en un banco.
Fui como pude, evadiéndolo, a la bomba de agua y llené los recipientes de cristal. Pero al regresar, el hombre me detuvo, no sólo con sus manos, también con sus ojos de acero que estaban tan llenos de cruces como el cementerio. Sonrió.
-¿Qué quiere? -pregunté sin miedo, aunque con miedo bajando los ojos porque sabía que no debía mirarlo.
Mostró un papel doblado, amarillo, un papel viejo.
-Dale a ella. Dile que es un recado.
Pero como yo, mis manos, se resistían, se inclinó hacia mí desde su altura y agregó:
-Es un recado que manda tu padre.
-Mi padre está muerto -riposté quizá ofendido, aunque sin saber por qué.
-Lo sé -respondió-, es un buen amigo que no tiene secretos para mí.
¿Cómo culparme de volver con el recado si se trataba de un aviso que mi padre nos mandaba?
Mi madre leyó el papel sin demostrar que lo leía. Lo guardó entre los senos y no colocó las flores en los floreros, dijo que el agua sola resultaba buena para los muertos, y más tarde ocultó la cara entre las manos noté que sus párpados se agitaban. ¿Estás llorando o estás riendo? Nada, hijo, nada, se secó los ojos y se puso de pie.
-Vamos, ya es de noche.
¿De noche? No dije no, pero el sol aún se veía.
Salimos del cementerio. Él ya no estaba o se había escondido, y eso que los ojos de ella iban iluminando las esquinas y se perdían de tan lejos que miraban.
Regresamos en silencio. Ella no hablaba como cuando había un pensamiento que la torturaba. Yo la conocía bien. Y como la conocía bien, corté un jazmín y se lo regalé para que adornara su escote.
Al llegar a casa, no encendió la luz. Se tiró en la cama y me pidió que echara fresco, pero, por favor, no me hables, mira que no me gusta que me hablen cuando quiero pensar.
-¿En quién?
Hubo un silencio, después escuché la respuesta cansada:
-En tu padre.


En toda una semana, día tras día, estuvo el hombre pasando frente a nuestra puerta. Ella había cerrado las ventanas y cuando escuchaba las botas, apretaba los ojos y se tapaba los oídos. A veces lloraba. Lloraba en silencio, tanto, que parecía que no lloraba.
Dejamos de ira al cementerio, para no verlo, porque ese hombre es Satanás, hijo, es de otro mundo y los hombres de otro mundo nada tienen que hacer en este.
Algunas tardes él tocaba a la puerta. Ella huía a la cocina y se hacía la que estaba revolviendo la sopa; pero qué sopa, si nada había en los calderos.
Así ocurrió hasta una tarde en que él no pudo más y tocó mucho, hasta cansarse y ella tampoco pudo más y aunque no deseaba abrir, abrió la puerta igual que si tomara una decisión. Se enfrentó a las pupilas afiladas del hombre. Se desearon los buenos días de modo bastante raro porque no hubo sonrisas.
Él no esperó para decir:
-Le traigo un regalo.
Alargó un jaula blanca, de metal, con un pájaro blanco que no debía ser de metal, volaba y revolaba con chillidos extraños.
Ella tomó la jaula y se mostró muy agradecida, si quiere sentarse.
Él pasó a la sala y me guiñó un ojo cono si yo debiera saber algo que él suponía que yo supiera. Esta vez iba vestido de limpio, con pantalón de kaki y guayabera blanca almidonada. Tenía un pañuelo en las manos y se secaba el sudor de la frente. Olía a agua de colonia.
Mi madre se me acercó. Acarició mi cabeza.
-Mi hijo -dijo.
Pensé que la seguridad había vuelto a ella después de haberla abandonado. Estaba hermosa. Comenzó a moverse con soltura. Trajo un vaso con agua y una taza de café. Por último, hasta sonrió. Conversaron del invierno, qué bueno el invierno, en diciembre uno suspira, porque lo que es en agosto…
Cuando él se marchó ella abrió las ventanas y encendió todas las luces de la casa. No le importó que fuera tarde para limpiar con insistencia y mucha agua los pisos que brillaron como cristales.
Más tarde preparó un baño con agua hirviente con gotas de perfume. Salió del baño y olía más que un jardín. Se ocultó entre las sábanas de la cama y me pidió que tampoco hoy la molestara, hijo, quiero pensar.


Al otro día no se vistió de negro. Amaneció con un vestido blanco que tenía lazos azules y la vi mucho rato frente al espejo pasando las manos por su cintura, mirándose contenta.
-Hoy vamos a tener noticias de tu padre -me anunció.
Puso colorete en sus mejillas y tiñó la boca de un rojo vivo. Las cejas se arquearon con rayas negras. Levantó el pelo y lo sostuvo con peinetas.
Sacó de una gaveta una vieja caja de bombones forrada con papel dorado y envuelta en cintas verdes donde guardaba las fotografías. Zafó con cuidado las cintas y rió mucho de verse de nuevo tan joven, como en aquellos tiempos. También rió de ver a los parientes y los iba nombrando y los saludada, repetía las mismas anécdotas, las mismas historias. Dispuso las fotos sobre el suelo como si compusiera un rompecabezas. Ponía un dedo sobre cada foto y decía los nombres sin equivocarse.
Después llenó la casa con búcaros repletos de flores y hojas de espárrago.
A la noche se preparó mejor y vistió un traje más elegante y me llamó:
-¿Cómo ves a tu madre?
Le dije la verdad, que estaba más bella que nunca, como un actriz de cine, y su agradecimiento fue un beso que dejó su boca en mi frente.
Trajo fundas limpias y sábanas limpias y vistió su cama no sin dejar caer unas gotas de perfume en la almohada.
-El hombre que viene del otro mundo -dijo- trae un recado de tu padre.
No pregunté si podía quedarme. Ella oyó la pregunta sin que yo la hubiera dicho y contestó con el índica levantado igual que cuando daba consejos:
-Oye bien: no puedes quedarte. El hombre que viene del otro mundo no podrá hablar si te quedas. Dentro de unos minutos te irás. Volverás muy tarde.
La vi estirar las sábanas, pasar las manos sobre ellas, acariciarlas, la cama fue quedando mejor tendida que nunca. Después dio vueltas de un lado a otro hasta que decidió calmarse encendiendo un cigarro. Fue hasta la ventana. Me gustó verla fumar, lo hizo como si se tratara de la cosa más importante del mundo. Entrecerró los ojos y se vio joven, bella. Fumó olvidada de mí, sonrió a la ventana, al jardín, a la noche.
Escuchamos entonces los cascos del caballo. Ella corrió para descolgar el retrato de mi padre que estaba en la pared, sobre la cabecera de su cama y me lo tendió:
-Es necesario que lo lleves. Pídele que nos ayude.


Salí y sin que ella me viera me llevé además la jaula, el pájaro blanco. El pueblo estaba oscuro como el fin del mundo pero yo me alegré de que estuviera así con la única vida de algunos postes iluminados. Las calles, muertas, las calles por donde yo corría con mis gritos, con los chillidos del pájaro, feliz de llevar el retrato de mi padre y sobre todo de tener noticias. Yo, en realidad, siempre había esperado un mensaje. Aunque un día vi a mi padre encerrado en una caja negra, yo sospechaba que con tanto que él me quería, no iba a abandonarnos, y por eso esperaba, a lo mejor el día menos pensado va y nos da la sorpresa. Y mi madre lo repetía, hijo con este mundo nunca se sabe.
Llegué a la Madama que son unas ruinas del tiempo de la colonia, y sobre una piedra puse la foto de mi padre y la jaula del pájaro. Hable con la foto y le dije por favor, queremos saber cómo estás allá tan lejos de nosotros y dinos si volveremos a verte. No respondió pero fue como si respondiera. Quedé tranquilo, contento. Abrí la puerta de la jaula y le dije al pájaro que si deseaba ser libre podía salir, y por supuesto salió porque deseaba ser libre. Se fue volando y el golpe de sus alas parecieron palabras de agradecimiento. Me tiré en la hierba, cerré los ojos y me dormí, no, no me dormí, pero sí, estaba dormido porque iba soñando, por el aire, sobre el campanario de la iglesia y el pájaro en mi hombro…
Cuando el sueño se acabó, sentí el peso de la noche, y decir el peso de la noche, es decir una palabra como miedo, y regresé.


Mi casa se veía iluminada, toda iluminada, las ventanas abiertas dando luz. Al entrar, me molestó en los ojos el brillo de las lámparas.
Llamé a mi madre.
Nadie respondió, lo que no tenía importancia, yo sabía que ella estaba allí, volví a llamar. En el comedor vi la mesa puesta con el mantel de frutas bordadas que mi madre reservaba para las grandes noches y los platos con las hacinas sonrientes en el fondo. Fui rincón por rincón buscándola a ella que estaba oculta para darme un susto. Vi su cuarto tan vacío como el pueblo. Madre, madre, sé que estás en la casa. Sentí que la puerta se abría no porque la sintiera, no, más bien fue una brisa fría que inundó la casa y un olor a árboles y a campo, como si se tratara del hombre.
No era el hombre, claro; mi madre entró muy hermosa, con el pelo suelto sobre los hombros y la bata larga de tela suave. Tenía la bata llena de hojas e iba descalza con los pies enfangados. Reía entre suspiros.
Hijo, ven, y se arrodilló para abrazarme y darme miles de besos. Con mis manos ordenó su pelo.
-¿Qué ha dicho mi padre? -pregunté.
Cerró los ojos, tan satisfecha que echó la cabeza hacia atrás, todo el júbilo no cabía en su pecho.
-Es feliz -dijo-. Tu padre es feliz allá donde está y quiere que nosotros también lo seamos. Dice que le olvidemos, que no vayamos al cementerio, que vivamos otra vida.
-¿Y el hombre?
-Es su amigo. Él lo envía para que nos cuide.
Entonces salimos al jardín porque mi madre me explicó que necesitaba sentir el frío de la noche, el invierno al fin, y cantar para que mi padre la oyera allá donde estaba, reír sin motivo, reír y ríe tú, hijo, tu padre es feliz y nosotros lo seremos.
El pueblo despertó con nuestra alegría. A nuestras voces se abrieron las ventanas. Por sobre nuestras cabezas volaba y revolaba el pájaro blanco y, cuando al fin desapareció, dejó en el cielo un punto brillante que simulaba una estrella.

La isla contada. El cuento contemporáneo en Cuba. Francisco López Sacha (compilador), 1996.
 

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